© Copyright 2009 Amalia Isabel Daibes - Esteban Fauret
“Las alas del ángel: hilando sueños”
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Impreso en Argentina - Printed in Argentina
ISBN: 978-987-656-042-9
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Todo
por Amalia Isabel Daibes

Soy un Todo.
Simbiosis de dudas y certezas
de amarillos y verdes,
impiadosa en el camino del sentir,
blanda, indefensa, tan marcada en la tristeza,
incesante, de cielos quebrados, de vacíos.
Demasiado imperfecta para ser luz,
demasiado perfecta para ser sombra.
Un paspartú en emociones
donde los deseos juegan a ser un color
y desganan realidades sólo en blanco y negro.
Soy un Todo.
Cuerpo y alma para amar,
con piel transparente y sangrante,
las dos partes, inesperadamente juntas,
con un ángel que corre
y cierra las ventanas
y crea una constelación nueva,
mientras caen mis pétalos
y él abre sus alas
que esconden mi desnudez y mi rubor,
y mi lluvia inunda la vida
mientras doy mi amor
y crece, en el todo que soy,
sin miedos, sin culpas, sin vergüenzas,
con el cuerpo y el alma
con que fui concebida.



Nada será igual
por Esteban Fauret

La luna llena se desparrama sobre la playa. Yemanyá aquieta sus aguas y débilmente se deja extasiar en una suave simetría sobre la arena dejándome de regalo un espejo de plata que me conmueve. Miro hacia el infinito de ondulante resplandor y diviso, lejana, la luz de una nave que se confunde con las estrellas, las del cielo y las del mar. Aspiro profundamente la brisa que golpea mi rostro a intervalos irregulares y en el punto máximo de la inspiración retengo el aire marino y lo saboreo, luego lo exhalo entreabriendo apenas mis labios y repito el procedimiento. La plateada línea converge hacia la semipenumbra y no descubro el mínimo movimiento que denote la presencia de algún otro soñador como yo, entonces, siento caer la majestuosidad del paisaje sobre mis espaldas avasallándome y, rendido, me entrego al instante natural que se eterniza deteniendo todos los relojes astrales.
El agudo grito de una gaviota nochera avisa que el ensueño se va diluyendo en el reinicio del camino del tiempo y los instantes vuelven a sucederse en el fragor de los recuerdos sutiles que aparecen como las olas, en una interminable persistencia una y otra vez queriendo ser parte del paisaje; y lo logran; mi ojos comienzan a mirar sin ver, fatal consecuencia que indica que ha llegado la nostalgia.
Mis miserias invaden el espectro y voy dejando despojos en un caminar errante que intenta encontrar las huellas para regresar, pero me pierdo, Entonces, no me queda más que seguir y Yemanyá, compadecida, vuelve a teñir de plata el derrotero de arena y lentamente, apoderándose de ella llega hasta mis pies y lava mis heridas.
Y al recomenzar mi camino te me apareces y escapándole al tiempo que quiere eternizarme nuevamente, encuentro un instante en que una hoja lejana cayó a nuestros ojos marcando rumbos y un sueño silencioso comenzó a despertar de su quimérica quietud.


Nada será igual
Por Amalia Isabel Daibes

Cae una hoja,
cruza el meridiano
de tus ojos y los míos,
su estertor azaroso
no termina en el círculo
del oleaje amarillo;
en larga procesión
marcará rumbos
llevando el instante recogido.
Cae una hoja
y nada será igual,
emigrará la sombra,
un sueño hará silencio
en las veredas,
y a lo lejos el mar lamerá
las heridas de otra tierra.

(Seleccionada 4º Encuentro Internacional Comunitario de Escritores “Entretejiendo Desde El Hacer de las Palabras”. San Juan 2008)

Lluvia nueva
por Amalia Isabel Daibes

En esta lluvia nueva todavía
juegan las gotas de ilusiones
las del alma, de los espacios tristes,
las de los espejos todavía libres.
Juegan y caen sin red, inevitables,
conjuran gritos de agua nueva
desaparecen en una tierra de hambre,
muerden nombres viejos,
clavan uñas en el vacío peligroso,
se matan contra el muro amarillo,
gastan los terrones de los siglos
siguen el camino de un árbol,
estallan en la mitad del tiempo.
Un hueco de nidos lleva después las gotas
una a una para que alumbren siempre
cuando la última nube
deje su sombra como un templo

(Seleccionada 4º Encuentro Internacional Comunitario de Escritores “Entretejiendo Desde El Hacer de las Palabras”. San Juan 2008)

El vuelo de las efímeras
por Esteban Fauret

Llegaban por millares con un vuelo errático. Sobre la superficie del agua destellaban infinitos reflejos dorados de rayos del sol del amanecer que se filtraban a través de sus alas transparentes. Iban y venían buscando algún indicio que las encauzara por algún rumbo definitivo. Sin embargo, entretejiendo y destejiendo cuantiosos derroteros yendo de aquí para allá, desperezaban su vida en un torbellino de emociones amalgamadas en una síntesis carente de objetivos existenciales.
Volando a escasos centímetros del agua comenzaron a ser víctimas de sus depredadores naturales, los peces. Éstos, saltaban desde el espejo acuífero y las engullían disfrutando de un banquete abundante.
Las que sobrevivían, cansadas de su errar vertiginoso, se disponían a vivir las últimas horas de su vida, casi sin espacio para alimentarse o aparearse hasta que el final llegase inexorable uniendo los límites del nacimiento y la muerte en apenas un día.

Historia 1: La vida es efímera

Se quedó pensando, casi en el límite del asombro.
-¿Toda una vida en apenas un día?.
Respondí sin dejar de observar los suburbios de la gran ciudad pasar velozmente por la ventanilla del tren.
-Como un día en una vida, apenas un soplo. Una sucesión de instantes que van entrelazando la existencia y formando su crónica, hasta la muerte.
Los grandes edificios iban engullendo el frenesí de la marea humana que pululaba por las calles en un andar sinuoso y errático.
Se quedó en silencio, sumida en sus abstracciones. Era temible cuando pensaba y luego expresaba sus conclusiones, aunque la mayoría de las veces no las decía. Con una sonrisa sabia respondía a mi inquieta mirada que aguardaba ver salir las palabras de su boca. Y cuando digo “ver” no estoy incurriendo en ninguna falacia en el lenguaje. Su extremada sensibilidad a la belleza tensaba sus emociones. Por ello, cuando aquel pequeño de ojos azules apareció en el vagón repartiendo estampitas noté ese estremecimiento y se apretó más a mi mano. Era la belleza manchada de barro, pero ella sabía verla.
Miré a los circunstanciales pasajeros absorbidos por el sonido del tren observando las mismas cosas que seguramente veían todos los días y pensé en nuestra propia rutina. No había diferencia alguna a pesar de vivir en una comunidad más pequeña tan alejada del torrente que se llevaba las cosas por las hendijas de la gran urbe.
Recordé cuando la conocí. Era enfermera en una clínica de chicos y tenía una fragancia juvenil embriagante. La vi y me estremeció. Fue la causante de que no pudiera retener toda una química que salió de mi alma y llegó hasta la suya cuando la miré. Aún después de muchos años, siento ese arrebato de pasión espiritual que me provocó y que fue el manto blanco que envolvió nuestro viaje por esta vida. Si no hubiera sido así, hubiéramos sucumbido ante el cúmulo de adversidades que se abatió sobre ambos a lo largo de todos estos años, como si no fuera posible que se pueda vivir en paz habiendo tenido la suerte de encontrar el preciado tesoro al que puedan aspirar dos seres fusionados por el delicado cordón de plata que une las almas.
Pero hubo más cosas que iban a presionar los lazos de nuestra unión: los hijos. Y no justamente por una sensación impregnada de emociones filiales sino porque nos sentimos agraciados al obtener la posibilidad de extender nuestro mundo espiritual y nos abocamos a embeber sus esencias con el néctar del amor y sus conocimientos con las razones del corazón. No puedo dejar de sentirme pleno cuando pienso en ellos, con su sentido independiente de juventud y sus almas colmadas que escapan en cada una de sus manifestaciones.
Ambos nos cautivamos de nuestras diferencias, pues justamente ellas representaban nuestras carencias de temperamento. Ella enamorada de mi loco vuelo de poeta que le daba alas y yo enamorado de la firmeza de sus raíces en las cuales podía reposar.
Cuando decidimos vivir juntos, ya era un requerimiento imperioso de compartir el cúmulo de sensaciones que generaban nuestras voluntades dispuestas una para la otra y ese sentimiento de que ambos llegaríamos a nuestra vejez regocijándonos de nuestros hijos sentados ambos en el umbral de nuestra casa en un pueblo pequeño y tranquilo. Y comenzamos a aislarnos en nuestro mundo. Dejamos esta gran ciudad que nos absorbía y nos trasladamos hacia la costa buscando paisajes más afines. Encontramos nuestro lugar frente a las olas eternas que besaban la playa y en donde no se necesitaba que nos habláramos para estar comunicados. Allí comenzó a latir su vientre.
Ahora íbamos en busca de una esperanza. A la misma ciudad que una vez cobijó mis sueños y también los suyos en otros tiempos de juventud, fascinados por las luces y el frenesí de un futuro sin límites. Esa ciudad en la cual nos conocimos y que aún hoy no puedo dejar de pensar con un acento de nostalgia del gris de su cemento, de sus calles atestadas, del efímero día para muchos y de las incontenibles emociones para otros.
Observamos todos los detalles del paisaje que avanzaba hacia el centro vital de la urbe tratando de descubrir pretéritos momentos en algunos de sus recodos. Con mi cabeza apoyada en la ventanilla me adelantaba al andar en tanto ella, mirando sin ver, iba atenta a otros sucesos, ajena a mis expectativas. De tanto en tanto, volteaba a observarla para obtener el regalo de su sonrisa, actitud mecánica que se fue transformando en uno de los símbolos de nuestra relación y muchas veces en una necesidad.
Me estremezco con una mezcla de regocijo y añoranza.
Leí por allí, “los recuerdos son las huellas que quedan el alma cuando pisamos fuerte la vida”. A veces, los persigo como a nubes y cuando las alcanzo estalla la lluvia y no precisamente para saciar la sed, sino pretendiendo borrar esas huellas sobre las cuales esbozo algún camino, aunque el intento de volver sobre ellas apura el miedo de perderme. Más aún, me desespera el tiempo que ya no mira hacia el futuro. Y en ese espacio se fueron las cosas por las cuales pretendimos vivir, apenas comparable con el devenir de las efímeras.
Ella ya se fue. La esperanza fue lo último que quedó entre los dos y ese calor tibio de su cuerpo abrazado al mío cuando las divergencias entre nuestros conceptos surgieron y ella supo que no volvería, en contra de mis sentimientos que no creían que era posible que partiera. Y ese abrazo fue el último contacto entre nuestras realidades antes de partir hacia la Sala de Cirugía.
El agua moja mis pies descalzos y la espuma llena las huellas que voy dejando sobre la arena borrando sus contornos. Miro el mar y ya no creo en eternidades. El mundo ha estado atestado de ellas que descansan en tumbas solitarias; es más, descubro que las olas no son las mismas, besan la playa y perecen lastimeras.
Hoy, el lontanar de la humanidad divaga entre dioses efímeros y hombres eternos. Deambulan los personajes haciendo destino en espacios finitos en donde no cabe la posibilidad de un sueño espiritual y han acortado los tiempos para morir más rápido.
Y sobre el mundo, las efímeras continúan con su vuelo errático sin saber que morirán en un día o ya condenadas al soplo del tiempo deambulan buscando hálitos de supervivencia hasta caer, presas de la incertidumbre, en las fauces de la cadena natural de la realidad.
El enjambre me acosa y pretende que me una a su derrotero incierto con las heridas que el escepticismo ha dejado sobre mi total humanidad; pero aún creo que la rebelión es posible para sobrevivir y con las razones del corazón justifico un sueño que aparece desde el alma. Dejo que su vuelo se eleve porque, aunque efímero, la pasión es quien lo consume y el amor, la cosa más maravillosa del mundo, mora en la magia de la eternidad de un día.

Persistencia
por Amalia Isabel Daibes

¿Qué hago con los minutos
de esta tarde? Los guardé uno a uno
en el bolsillo, y el sol los convocó
a la ventana,
les hice un jardín y una plaza,
los subí a un colibrí,
susurré melodías,
los envolví en papel
de caramelos;
los convertí en vuelo
de mariposas
y los engarcé
en el alma del viento;
los usé de letras en un poemario,
los arrullé
con la primera estrella…
Ahora, devenida en cansancio,
se los obsequio a la noche
que devora tiempo.

Empezar
por Amalia Isabel Daibes

¿Cómo empezar otra vez desde la nada,
como intentar otra vez desde el vacío?,
si comenzar del ocaso o del hastío
es volver al sitio de partida...
Saber del camino conocido,
volver a la senda transitada,
soñar el sueño anticipado,
despertar con la duda imaginada...
¿Cómo crear con las manos ya gastadas
amasando las mismas ironías?,
perfilando los gestos ya vencidos,
retornando a buscar otra salida.
¿Cómo crear de la nada, que es tan poco,
del vacío que es nada contenida?.
¿Reciclarme, tal vez para ser pausa?
¿embrionarme, tal vez para ser vida?,
¿peregrinar, tomar atajos,
ovular en la tierra prometida?
¿Ser sólo partícula volátil,
fragmentada, invisible, despedida?
¿O volver a ser nada, menos nada,
y al fin, sin existencia, crear
del mismo vacío, inexistente, que tenía?.

(Seleccionada Antología “Nueva Literatura de Habla Hispana”. Edit. Nuevo Ser. Año 2007)

Un rayo de sol
por Esteban Fauret

Hoy me dieron ganas de venir a verte.
Me levanté pensando demasiado y a veces es malo pensar tanto, más un domingo, y de sol como éste.
¿Y sabés qué?, me acordé de vos con una nostalgia rara, con algo de tristeza, y no sé porqué. En general la nostalgia me hace sentir bien; la evocación me trae cosas lindas y cosas feas, pero que al juntarse hacen una linda ensalada, como el aceite y el vinagre ¿viste?, que en definitiva me muestran tal como soy, y en cada hecho acontecido puedo ir analizando mis aciertos y frustraciones, y a lo mejor, ¡quién te dice!, encontrarle la vuelta a alguna de las cosas de la vida.
Pero lo cierto es que, estuve mirando por la ventana y pensando continuamente en vos, sintiendo ese sol creciente apoderarse de todo el frente de la casa y penetrar por los bordados de la blanca cortina de la sala desparramándose en hilos de luz por las paredes y los muebles. Y todo trayéndome recuerdos tuyos. Y me dio ganas de ver el mismo sol filtrándose entre las ramas del árbol de tu patio.
¡Y aquí estoy!. Como verás, soy casi el mismo; tantos años y hemos cambiado tan poco. ¡Si parece que fue ayer que jugábamos alrededor de este árbol tropezando con las raíces que salían de la tierra.
¿Sabés de qué me acordé?... de aquel domingo lleno de sol cuando Independiente jugaba la final del mundo contra el Inter de Italia. Aquel equipo de los "diablos rojos" en la época en que el fútbol era pasión y ganas de ganar, y no pasión y tácticas para conseguir resultados como hoy. ¡Si nunca entendí eso del 4-2-4; o el 4-4-2; o el 4-3-3 y tantas combinaciones en esta concepción matemática del fútbol.
Sí, recuerdo las delanteras de cinco jugadores acechando el arco y picando por las puntas para tirar el centro al medio del área; y la defensa con tres bien parados, yendo a ayudar atrás o apoyando el ataque barriendo el centro de la cancha. ¡ Y los "fulbá"!, marcando a muerte como perros de presa a los "güines" o al "centrojá" que se quería colar por el medio. ¡Si no había mejor estrategia que la de los "buenos"!, como cuando le ganamos a los ingleses, que eran los "cucos" del mundo, armando la selección con la defensa de Boca y la delantera del "rojo" de Avellaneda, y le arriamos la bandera a los piratas.
¿Te acordás?. Entre todas nuestras diferencias, siempre sentimos esa magia especial del fútbol, y con las orejas pegadas a la radio bajo la sombrajosa copa de este árbol, escuchábamos imaginándonos las corridas del chiquito Mura, de Bernao, Mario Rodríguez... ¡Huy Dios!; y cuando los rivales se nos venían para el arco nuestro, esperábamos la narración salvadora del relator con el "hachazo" abajo de Navarro, "Hacha brava", o la volada de Santoro desviando al corner.
¿Te acordás de aquel día?. Me levanté con una sensación diferente, mezcla de expectativa, emoción, y porqué no, de temor por el resultado. La "vieja" estaba "armando" la comida con un poco de todo lo que había ese domingo en casa. Me fui para la Iglesia para la misa de las diez y media; tenía que cumplir con mi función de monaguillo. Y durante la liturgia, en cada golpe tembloroso que daba a la campana, arrodillado al costado del altar, le pedía a "Diosito" que "Marito" metiera un gol y le ganáramos a los italianos, mientras hacía alguna promesa acordándome que esa semana le había contestado a la "vieja" y le había metido una "piña" de callado a mi hermano que me "hinchaba las guindas" cargándome con el partido.
Apenas terminó la misa, me saqué la capa a la carrera, la guardé en el armario de la sacristía y "rajé" para casa saliendo casi corriendo del salón de la Iglesia, motivando que ante la mirada de una catequista, me frenara de golpe y cubriera la distancia hasta el umbral con un disimulado respeto.
Abrí la vieja puerta de madera y cruzando el patio entré en la cocina sintiendo el aroma de "tuco" de los ñoquis. Me senté en la punta de la mesa y me quedé observando la radio. Pensé en los jugadores, en el relator y en la fiesta deportiva que significaba un acontecimiento de tal magnitud en nuestro fútbol. ¿Sentirían los mismos nervios que yo?.
Puse la mano sobre la perilla del receptor y con un movimiento sereno la di vuelta oyendo el click del encendido. Aumenté el volumen y... ¡nada!; tomé entonces la perilla del dial y busqué sintonizar, inquieto... ¡nada!. En medio de una creciente desesperación quité la tapa trasera y toqué las pilas...iNi una señal!. Miré a mi madre.
-Están gastadas las pilas- murmuró sin mirarme.
Se me hizo la noche. Unas lágrimas quisieron escaparse. En un intento desesperado subí al mango la perilla del volumen pero un silencio mortal reinó en la cocina. La desesperación había llegado a su punto culminante y no pude evitar ahogar un llanto que culminó quitándome un par de lágrimas con el puño de la camisa.
La "vieja", en silencio, revolvió nerviosa el tuco al no encontrar palabras para decirme. Sabía que no había plata. Mi "viejo" estaba trabajando en el campo y hasta que no volviera había que "tirar" como se podía. Salí al patio y me quedé sentado bajo el árbol, revolviendo la tierra con una rama. Y allí, solo, lloré.
La "vieja" vino con un papelito escrito y me lo dio.
-Andá hasta el almacén y dale este papel a Don Ramón-.
Cuando salí a la calle, abrí la nota y comprobé lo que pensaba cuando leí: "Don Ramón, hágame el favor de mandarme seis pilas grandes que esta semana cuando llegue mi marido del campo, paso a pagárselas, gracias". El almacén estaba a media cuadra y a paso rápido llegué a él. Las campanitas de la puerta sonaron cuando entré y al ratito se asomó la señora de Don Ramón.
-¿Qué buscás nene?, gruñó con su habitual antipatía.
-¿Está Don Ramón?, pregunté temeroso, intuyendo lo que podía pasar.
-¡Está ocupado!- volvió a gruñir- ¿Qué buscás?.
Y... jugado, extendí mi brazo con el papel. Mientras lo leía, me escapé de la situación tensa mirando los estantes con mercaderías, sin poder detenerme a observar que había. Pensé en el bueno de Don Ramón que siempre me acariciaba la cabeza y de vez en cuando me daba un paquetito con pasas de uva, que sabía eran mis golosinas preferidas. Los segundos de la lectura fueron una eternidad. La vieja arrugó la cara y supe mi destino. Quiso decirme algo pero evitó el comentario; dio vuelta el papel, redactó unas pocas palabras y doblándolo me lo devolvió.
-Tomá, llevale a tu mamá- concluyó.
Antes de salir del almacén, lo último que vi fue el exhibidor repleto de pilas apoyado sobre el mostrador. Ni siquiera leí lo que había escrito. Mi vieja lo leyó, y sin decir palabra comenzó a poner la mesa para servir los ñoquis. Comí revolviendo el plato y tratando de resignarme a mi destino.
Ya eran las dos de la tarde, y sentado en el patio, como siempre, imaginaba la fiesta de la transmisión de la radio en la previa al partido. Entonces, ¡una luz de esperanza (nunca hay que perderla) apareció!.
-Dicen que hirviendo las pilas andan un tiempo más- dijo mi madre.
-¿En serio? contesté incorporándome de un salto.
-Eso dicen- acotó - podríamos intentar.
Y ya el frenesí nos invadió y volamos a la cocina; puse agua en una fuente mientras ella encendía el fuego y colocando las pilas en ella dimos inicio a la experiencia. Ya se había encendido la ilusión y mi "vieja" me sonrió dulcemente. Al rato estaba secándolas cuidadosamente con una toalla; antes no venían blindadas como hoy. Llevé la radio al patio y con sumo cuidado de no ponerlas al revés, una a una fui instalándolas en el receptáculo. Ni siquiera me detuve a ponerle la tapa trasera, inmediatamente di vuelta a la perilla; fue una eternidad emotiva y... ¡nada!. La experiencia no había dado el resultado esperado.
La dejé apoyada en un banquito. Eran las tres de la tarde. Fui a buscar un viejo “Gráfico” en cuya tapa estaba la gloria de la conquista de la “Libertadores” ante el Santos de Brasil, reflejada en la euforia de los jugadores con la inmensa copa en alto. Recostado sobre el tronco me quedé hojeando las páginas y mirando las fotos por enésima vez. El calor de la tarde me sumió en un ligero adormecimiento.
Habría pasado un buen rato cuando, entre sueños, me pareció escuchar algo en medio del silencio reinante; miré alrededor, pero no capté nada; cerré los ojos y entonces...¡de nuevo!, ¡pero esta vez fue clarito!, ¡una descarga de radio!. Miré absorto el receptor, sorprendido, y me acerqué despacio, nuevamente la descarga me aceleró el corazón; acerqué el oído y ¡no lo podía creer!; débilmente escuchaba la voz del relator dando rienda suelta a su emoción narrando las incidencias del partido. ¡Si hasta podía oír el fervor de la tribuna!. El volumen estaba al "mango", pero no tenía fuerza, así que, sentado en la tierra para no mover la radio de lugar, por las dudas, me quedé con la oreja pegada al parlante. Con el transcurrir de los minutos la transmisión se volvió más audible por lo que pude adoptar una posición más cómoda. En ese momento miré al cielo... un rayo de sol había descendido bajo el ramaje y estaba pegando de pleno sobre el interior del receptor. ¡Y las pilas habían comenzado a secarse!. En medio de la euforia corrí el banquito con la radio para que se tomara toda la energía. ¡Mirá vos cuanto se aprende!. ¡Gracias "Diosito"! ¡Te juro que voy a cumplir las promesas que te hice en la Iglesia!.
Y después...¡para que te voy a seguir contando si vos lo viviste conmigo! ¡Si saltamos juntos cuando "Marito" la mandó al fondo. ¡Gracias otra vez "Diosito"!, ¡Cómo se ve que me escuchaste todo cuando te pedí!
Esa noche, a la luz de la lámpara de kerosene, al café con leche me lo tomé de un "saque". Quería ir a dormir pronto ¿viste?. Quería pensar en el gol, en la pelota colándose entre las piernas del arquero. ¡Y quien te dice, por ahí "Diosito" me regalaba un sueño!, ¡Total, ya que estamos!. Y pensar que hoy, tantos años después, todavía no pude conocer la cancha de Independiente.
¡Mirá que lindo recuerdo que te traje en esta visita!. ¿Sabés?, siempre me gusta visitarte. No hay nada más lindo que ir a ver al niño que fuimos, aunque también en esa época la vida nos hacía hombres desde chicos.
Hoy te decía que estaba triste, y ¿sabés que me pasa. Pienso que los hombres hemos perdido muchas cosas, algunos la esperanza, otros la inocencia, otros la imaginación de las cosas sencillas, otros la sensibilidad; sino fijate los chicos hambrientos, los que duermen en la calle, los asesinados en las guerras, los mutilados en distintas partes del mundo, los abandonados...,creo que "Diosito" no recibe ninguna promesa desde hace mucho.
¿Sabés lo que vi en la "tele" el otro día'?; de esos días que miro de tanto en tanto a ver si en una de esas descubro alguna noticia que anuncie que el mundo cambió, que las superpotencias van a destinar la "guita" que gastan en armas, en desarrollar la investigación para terminar con el SIDA, con el cáncer, con el hambre... ¿sabés que vi?: ¡Un "pibe" con un enorme fusil entrenándose para matar!.
¡Por Dios!. Si la paz de los días de la infancia me duele en el alma.

(Autor Distinguido en Cuento, 6º Certamen Literario Provincial 2008 “Centenario de Gral. Viamonte”. Los Toldos. 2008).
El río
por Amalia Isabel Daibes

Tengo un río blanco
sin nervaduras, ignoto
sitiado de fijezas
que cubren sus orillas.
La osadía lo hizo
caudaloso en un tiempo,
exultante al camino
de perfiles perfectos.
Tengo un río sin identidad precisa,
pero abrazado al tiempo
y al secreto de ser,
en comunión continua
de ir hacia delante,
atesorando arenas
con interior certeza.
Aún adormecido
redoblará sus voces
y llevará en porfía
los ecos del vaivén.


Para dormir
por Amalia Isabel Daibes

¿Dónde se sitúa el sueño,
antes o después de dormirme?
Plegadas pestañas hacia afuera
miran en la línea del insomnio
en un sueño adulterado
en la ceremonia de un espacio
que contrae un desafío
y la comedia de creer
que puedo y quiero.
El monólogo en la intersección
de dos planos,
los ecos y los espejos del día
que borra y danza,
en las horas que no le pertenecen
y el vaivén instantáneo
de los ovinos despiertos
que trabajan sin resultados.
Desdoblarme me queda
con ojos más allá de los gatos
y la dimensión de la noche.
Integrar la libertad intraducible
del silencio me lleva
a descarnar el recuerdo del día
como un sueño, con la cara
recién lavada
y la mañana sin entender
y las formas que se mueven
arriba y abajo con una carga heredada
de luz y sombra.
Tal vez en el tercer o cuarto movimiento
deje la cama y, desde el otro
lado del mundo,
tenga la certidumbre, casi inútil,
habitual, conformista,
que reposo en el sueño
y no corro bajo la lluvia.


La Avenida de las Camelias
por Esteban Fauret

“No entiendo lo que decís..." – dijo Napoleón a cierto músico que se esforzaba por hablarle en una mezcla confusa de italiano, francés e inglés - "... no os entiendo, traed vuestro instrumento y tocad lo que me queréis decir".

La banda llegó por la calle ancha de la infancia, con sus dorados y brillantes instrumentos e impecables y coloridos uniformes. Se formaron frente a la multitud; las miradas se tensaron en el director cuando levantó sus manos y luego… lo sublime… los acordes partieron elevándose por el éter haciendo enmudecer a los pájaros y penetrando violentamente en el alma, allí, por el diafragma.
Con David nos quedamos petrificados. La larga Avenida estaba radiante al sol de la mañana; un viento suave del sur hacía flamear los centenares de banderines de colores que la atravesaban y el rocío aún se desperezaba brillando sobre el empedrado. Poco a poco, fueron llegando los demás y nos fuimos reuniendo frente a ella, grabando en el pecho sus prodigiosos acordes, extasiados, inertes, al frente de la multitud que desbordaba la acera. A partir de allí, la adoptamos como la marcha oficial del ejército que constituía las fuerzas armadas defensoras de nuestro territorio barrial, desde la ancha calle, uno de los límites, hasta el campito de maniobras. Casi todos los chicos estaban enrolados voluntariamente, salvo unos pocos sometidos al control de los padres en la hora de la siesta, tiempo en que realizábamos las incursiones en territorio enemigo o estábamos atentos en la defensa. La llegada de la banda, con motivo del aniversario del pueblo, nos marcó definitivamente y los acordes acompañarían la próxima y decisiva batalla.

Nos formamos en línea de tres. Al frente iba yo, con la batuta; me había cuidado de pulir la vara de laurel para que hiciera desplegar el ritmo con la mayor autoridad posible. Luego iban los tres clarinetes y a continuación las trompas. Los saxofones ocupaban la tercera línea; la tuba marchaba sola en la cuarta y al final los redoblantes y el bombo. Miré por sobre mi hombro, acomodé mi vertical y alcé las manos, un leve giro de la batuta por el aire y… todos los instrumentos comenzaron al unísono…

“tam, tararam, tararam tararam tararaam… tam, tararam, tararam tararam tararaam…"
“tam, tararam, tararam tararam tararaam… tam, tararam, tararam tararam tararam…”

Y luego de esta introducción y a todo instrumento, comenzamos la marcha rumbo al encuentro con el enemigo, levantando las rodillas y marcando el paso.

“taram tamtam tam tam tam taam … taram tamtam tam tam tam taam
taram tamtam tam tam tam taam … taram tam tam tararam tam tam tararam tam tam”

Las trompetas, los clarinetes y las trompas se adueñaron del espacio mientras los percusionistas marcaban el ritmo.

"Tutututú, tututú tututú… Tutututú, tututú tututú … Tutututú, tututú tututú… Tutututú, tututú"

Y a toda marcha seguimos avanzando hacia el campo de batalla. Detrás de nuestros acordes iban las divisiones armadas. En primer lugar, una decena de honderos, con los elementos en posición, la piedra lista en el cuero y los bolsillos repletos de municiones de repuesto. Luego, venían los espadachines con artesanales espadas de madera de fabricación y templado propio en pacientes horas de preparación previa a la lucha, y finalmente… ¡y esto era un avance en armamento militar!: unos once soldados que formaban la división más moderna, pues contábamos con tres ballestas prolijamente armadas por Darío, el inventor de la barra, manuables y que permitían arrojar piedras un poco más grandes o flechas a mayor distancia; dos lanzas retráctiles, las cuales se aseguraba su recuperación -una vez lanzadas y producido el impacto- por medio de una cuerda elástica anudada a la muñeca de la mano y seis combatientes armados de cuerdas gruesas, con nudos realizados proporcionalmente a lo largo de su extensión, a las que se había agregado un palo para un mejor manejo, ideales en los combates cuerpo a cuerpo. Pero, esto no era todo, a nuestros flancos marchaba la caballería. Ésta constaba de tres bicicletas por lado, muy útiles a la hora de desplazarse en el terreno, recuperar elementos y hostigar al enemigo por la retaguardia.

Los saxofones comenzaron su solo acompañados suavemente por los redoblantes…

"laa lalalaaa lalaa… Lara larala lalala… laaaa, lara larará, larará lala,lala lala,la la..."

Blanquita, meneaba su flaca figura mientras ejecutaba uno de ellos, en tanto sus delgados brazos simulaban sostener el instrumento casi en forma perfecta, y su voz dulce emitía el sonido casi con naturalidad. Era la única mujer y ella disfrutaba de acompañarnos en estas aventuras bélicas contra uno de los barrios más hostiles, como si fuera un chico más; además era muy rápida para realizar una incursión violenta entre las filas enemigas, arrojar un proyectil y retirarse.

Pero no todo era ficción en nuestra banda y contábamos con tambores, redoblantes, etc. fabricados artesanalmente y con mucha prolijidad, ya que las latas y los tarros empleados para tal fin, eran especialmente decorados para que lucieran perfectos y ¡hasta estaban lustrados!... ¡si hasta un viejo fuentón en desuso hallado en el basural, nos daba el toque enérgico del bombo en el acompañamiento a los ritmos que desplegábamos a viva voz!, pero eso si… nuestra marcha era ensayada permanentemente con la seriedad que toda banda necesita para influir en el ánimo de los combatientes.

Poco antes de llegar al campo de batalla nos detuvimos. David, el líder, el mayor de todos, envió a uno de los ciclistas a reconocer el lugar y constatar la presencia y ubicación del enemigo. Cuando regresó y dio su informe, las noticias eran desalentadoras: nos superaban en número y en edad. En ese punto, hubo que replantear la estrategia. El último choque frontal había significado la victoria, el número y la sorpresa fueron nuestros aliados, pero ahora…la situación obligaba a una rápida revisión con la opinión de todo aquel que tuviera una idea interesante.

El campo de batalla, estaba constituido por un terreno de aproximadamente cuatro manzanas, en las cuales la municipalidad estaba realizando tareas de alteo y grandes montículos de tierra se alzaban por toda su extensión. Esta topografía, era ideal para una batalla de ataque y retirada, y esa fue la estrategia. En tanto, una parte de la división mecanizada daría un rodeo para sorprender la retaguardia.

Y la batalla comenzó…

Nos desplazarnos en línea para no perder visualización de ninguno; necesitábamos mantenernos lo más unidos posible. Al tiempo, comenzaron a llover los proyectiles de la artillería enemiga, que eran enormes terrones de tierra arrojados por los más grandes. A pesar de la estrategia empleada, las cosas no fueron saliendo ya que el número nos superaba ampliamente. El esquema resultó insuficiente y ellos, enterados o prevenidos de nuestro ataque por la retaguardia, tomaron sus previsiones y neutralizaron a nuestros combatientes, entonces… lanzaron un contraataque devastador. No había forma de contenerlos, nos rebasaban por los flancos y no lográbamos hilvanar una forma ordenada de defensa. A pesar de ello, resistimos durante bastante tiempo, pero la derrota estaba asegurada, junto al acto degradante de la rendición y perder nuestro estandarte.

Oculto detrás de una loma observé a Blanquita acurrucada, entonces, tomé la decisión. Me asomé para ver el ataque enemigo y miré atentamente para no fallar en mi aventurado plan. Descendí nuevamente a resguardo; pasé la vista por las inmediaciones. Elegí el elemento adecuado: un cascote de arcilla cocida que se encontraba entre los escombros. Lo tomé y apoyé en mi pecho… conté hasta diez y comencé a desplazarme en forma transversal hasta uno de los laterales del campito para dar un rodeo sin ser visto y lograr infiltrarme. Lentamente, fui pasando de lomada en lomada, la respiración se me aceleraba. Luego de un rodeo que incluyó algunos terrenos y casas linderas, llegué al lugar preciso… En ese punto, cerré los ojos y luego tan sigilosamente como me había acercado, me alcé sobre el montículo de tierra con toda determinación, solo tenía una oportunidad o… el final. El piedrazo, dio de pleno en la cabeza del líder enemigo que inmediatamente se desplomó tomándose el costado de la misma, mientras entre sus dedos corrían densos hilos de sangre. Fue el final, habíamos llegado demasiado lejos y el combate se detuvo. De uno y otro bando asistieron al herido y lo llevaron al hospital cercano. Nadie supo de donde partió el ataque. El regreso fue con honores y no dejaba de disimular cierto regocijo mientras agitaba mi batuta.

Y luego fue otro tiempo.

El Dictador salió al balcón de su palacio y arengó a la multitud enfervorizada; rodeado de su séquito de caras sonrientes, inflamó el pecho y les dijo: “…si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla!. Fue apoteótico, la masa reverente estalló en vivas y aplausos, el ondear de las banderas acompañó el desenfrenado éxtasis que durante un buen rato coreó su nombre y desató su furia verbal contra el enemigo. Por doquier se escuchaban compases marciales y en las plazas se producían manifestaciones guerreras.

Dijo Nietzsche: “La guerra vuelve estúpido al vencedor y rencoroso al vencido”, quizás debiera decirse, vuelve estúpidos a los hombres, y en lo efímero de una batalla ganada, la vanidad se arroga derechos sobre la virtud. Es en ese punto cuando la estupidez se masifica y gana adeptos. El fracaso y el triunfo no son adjetivos con valores absolutos y permanentes; nunca es para siempre, salvo para la concepción pueril de la imbecilidad humana.

Jaimito, Luisito y Darío no volvieron de Malvinas. No hubo regreso con honores del campo de batalla al son de nuestra marcha triunfal, aunque irónicamente alguien quiso acompañar el retorno de los sobrevivientes con esos acordes, símbolo de un nefasto poder, degradándolos del alma de nuestra infancia. Estoy seguro que durante la batalla sintieron en el pecho la emoción de las luchas en el campito, y me duele pensar eso.

-Todo comandante debiera pegarse un tiro en la cabeza antes del acto degradante de firmar la rendición, es una actitud cobarde que no redime a los muertos- dijo Blanquita, sentada a mi lado.

Seguí pensando mientras mi vista se iba por la larga calle, quizás rumbo a la infancia. No se puede escribir con el alma cuando la muerte vino de Malvinas. La paz de la inocencia se fragmenta y los gritos del silencio se esparcen sobre madres, hermanos, hijos… No hay historias de guerra con final feliz. Solo quedan símbolos perversos y tristes alegatos sobre la vida. Miré a Blanquita como buscando un punto de apoyo a nuestra efímera realidad de la niñez. La abracé y comenzamos a caminar. Sobre la larga avenida, pasan las sombras de los muertos, y un eco fantasmal de instrumentos de lata construye un puente por el que convergen los recuerdos, hasta donde un espeso sudario de neblina, cubre las blancas cruces del cementerio de Darwin.

(2º premio “V Concurso Nacional Biblioteca Héroes de Malvinas” Lobos. 2009)


Estiaje
por Amalia Isabel Daibes

Solo en el camino de la sed
cobra fuerza la enhebrada carga
de sinsabores,
en la arena de la conciencia
que filtra el tiempo,
donde se desdoblan
los sueños de las realidades
y ondula el universo
de espaldas al espejismo,
donde se vuelven vacilantes
los cántaros azules.
Allí me detengo, allí no impongo,
solo espero sin inquietud.
Como esfinge de negados ojos
veré el cielo desandar
la ausencia,
y antes que nuestras raíces
floten en el aire de cenizas,
pulsaré el alma en pequeñas gotas
llenando las acequias para siempre



Alguien vendrá
por Analia Isabel Daibes

Alguien vendrá siempre
cantando, con el trigo en las manos,
vendrá con la infancia en los ojos,
los molinos, el verano,
con un día amarillo
y noviembre en la espalda.
Alguien vendrá siempre,
sumará invisibles esencias
en la aurora
y la cuna del hombre
se mecerá en un todo.
Alguien vendrá siempre,
traduciendo distancias,
repartiendo secretos,
quebrantando murallas.
Alguien trocará los sueños
ungidos de esperanza,
infinitos latiendo,
alguien perpetuará los pasos.



Simiente
por Amalia Isabel Daibes

Te evoco, sin culpa alguna
como la madre siente al hijo lejano,
transpiran mis manos
y la sonrisa me cubre,
se entrecruzan las palabras
sin llegar a escucharlas
y nos brotan en los ojos
entre soles y lunas que se aman.
Soy la que germina
en esa tierra que siembras
y resulta en aromos y torrentes
y no se ven los surcos
sino el alma.



La tierra, la vida, nosotros
por Amalia Isabel Daibes

Desde el sur, una luna de palabras,
solfea en Do mayor
y una escarcha de silencios
esconde su frialdad en una arista universal.
A lo lejos juegan, en un cielo de hojarascas,
los otoños gastados, las primaveras sensuales
y los veranos cansados,
todos en un calendario desteñido
en un tiempo de papel gastado
y una mueca desnuda que no duerme,
porque se quedó sin excusas, los aplaude en vacío.
Una lluvia de esquinas delinea la ciudad
y los cansancios grises, se instalan cómodos
por todas partes.
Un invierno de espinas corre en puntas de pié,
surca los rostros, destapa las raíces
y un hueco de ventanas moribundas
pliega sus pestañas imposibles.
Los abrigos mudos se reciclan a nuevo
y salen a tomar el té a la hora prometida
de los viernes.
Los saludos anónimos no se dan tregua
y cansados de no conocerse, dejan de mirarse.
Los sentimientos azules quedan atrapados
en el solfeo lunar, se fragmentan después
y son repartidos a la vida en desiguales sobres.

(Mención Concurso Literario Nacional “Julio Arístides”. Comisión de Cultura de la Casa y Mutual Universitaria de Gral. San Martín, Bs. As.) 2005




Muros
por Amalia Isabel Daibes

Del lado de la pared,
así se hace,
ahora, siempre, tal vez nunca,
a tu lado por la vereda
y ya no pienso,
el alma sale por mis ojos
y la pena se oculta
en mis sentidos.
La realidad condena
lentamente
y se lleva tu voz
que ya no escucho.
Llegará un día
de pasos detenidos
y marcada memoria
que me hallarás,
todavía allí,
en la cicatriz de una lágrima.




Temblor de alma
por Esteban Fauret

Al doblar la esquina la vi. Ella estaba como todos los días, parada en la puerta esperándome. Por primera vez sentí una sensación envolvente, no usual en mí, poco afecto a exteriorizar mis sentimientos. Pero, no sé que me pasó. Quizás la mañana agobiante, la rutina, tal vez un golpe de nostalgia... Lo cierto es que me invadió una sensación de culpa ante la persistencia de su humilde presencia todos los días esperando mi llegada, con esa serena devoción que podía advertir en ella a medida que me acercaba. Siempre le brindé un saludo cansino, sin exteriorizar demasiado. Apenas, un –Hola! Cómo Estás?. Ya saben, no soy muy afecto a las demostraciones de cariño, aunque sí las llevo por dentro, ¡tampoco soy un insensible!
Pero esta vez fue diferente, algo explotó dentro de mí, tal vez un estado de rebelión, tal vez me di cuenta que es mejor demostrar, que el espíritu se place no solo de recibir sino también de dar y entonces, hice algo totalmente fuera de mi rutina. Le hice una caricia con la sensibilidad más grande que pude encontrar dentro de mi alma. Sentí su cara pegarse a mi mano y me estremeció, pude percibir el temblor de su alma y verlo salir en cataratas por el brillo de su mirada. Luego entré y mientras cruzaba el patio, ella, frenética, acompañaba mis pasos mordisqueándome los zapatos.




Oración
por Amalia Isabel Daibes

A la luz, para que no sea distancia
y se muestre en los sueños y en los himnos
y en los vaivenes que dejan las ciudades
y en las calles sin nombre todavía.
A la ilusión, para que despierte como guía
dispuesta en los caminos, proa al viento
libre de pesados ojos, de la noche,
de los rostros archivados en el tiempo.
A la lluvia, para que posea la tierra
con su esencia y su monólogo sincero.
Al amor, para que acune almas
y habite en ángeles para su misterio.




La Muerte del Ángel
por Esteban Fauret

(Los Angeles existen en la tierra, tan desconocidos que ni ellos mismos saben de su existencia)
Episodio I: La llegada a la Tierra.


Las estrellas estaban bellísimas. Por todo el espectro del paisaje destellaban los astros como una amalgama de cielo y agua mecida levemente por la brisa. Una metafórica inspiración simplificó un sentimiento primordial. Me hallaba suspendida entre vaivenes astrales dejándome llevar por una levitación magistral, asombrosa y envolvente sumiendo en sí misma toda la trascendencia de mi esencia abandonada al arbitrio de sus atributos existenciales. Satisfecha la dualidad en sí misma, al menos en un afán superior, amalgamaba el bagaje de sueños, reminiscencias y cogniciones bajo el embrujo de lo supremo y eterno. Luego vino el Ángel. Suave y etéreo, con la magnificencia de una asumida eternidad. Sereno y majestuoso como la belleza del espacio astral, llegó y se extendió a mi lado dispuesto a cruzar pensamientos y sensaciones. Me sentí transportada hacia niveles superiores de elevación. Me sucedía cada vez que él llegaba hasta mí. Divagaba, embriagada de deseos puros y trascendentes con la emanación de energía que trasuntaba su presencia. Observé mi larga túnica blanca y luego la suya; a ambas la diferenciaba el porte superior que ostentaba, firme y delicado. Al fin, yo era su aprendiz y él mi guía. Tuve que seguirle al unísono de un pensamiento con modulada autoridad y atravesamos parte del paisaje de estrellas y lunas y poco a poco una simbiosis se fue produciendo en el espectro y fue tomando forma de... ¿una ventana?; sí, algo así como una mezcla del paisaje que daba lugar a otra dimensión y penetramos en ella. Un anciano, de larga barba blanca que se fusionaba con el color de sus vestimentas estaba sentado frente a un enorme libro de características antiguas registrando determinados datos. Entonces pronunció mi nombre. Un sobresalto se extendió por mi esencia. Podía observar que en sus anotaciones se hallaban marcadas con absoluta precisión aspectos claves de mi existencia como alma. Y lo que siguió fue peor e hizo aparecer en mí reminiscencias de un pasado que no quería volver a transitar. El anciano me comunicó la desgarrante noticia mediante la cual se me enviaba a soportar un ciclo de reencarnación que no estaba para nada en mis planes y que ya creía superado. Sin embargo, así estaba determinado y acababa de registrarse y comenzaron entonces, bajo el cuidado de mi ángel y una mesurada resignación, el preparativo previo y las instrucciones. No quería abandonar esa esplendorosa armonía para sumirme en miserias mundanas. Sin embargo, el Ángel, con su eterna paciencia insistió en convencerme de la necesidad que representaba para mi desarrollo esa determinación de enviarme a una nueva encarnación. No logró hacerlo. Cuando todo estaba dispuesto, se me permitió divagar en la majestuosa paz con lo cual esperaba llevarme las mejores armas para soportar la nueva existencia terrenal. A lo largo de mis anteriores vivencias había aprendido lo suficiente para merecer un escalón superior. Recordé aquella vida de placeres en la cual deseaba infinitamente no morir jamás. Pero no llegó a buen fin. La muerte fue un paso más y me sorprendió sin poder hacer nada y mientras me elevaba suspirando de deseos mundanos comprendí mucho más de ese momento que de todos los años vividos. Esa fue mi primera vida. Luego vino la segunda. En ella aprendí los principios que conforman el Karma espiritual. Pero fue horrible. Las penurias fueron sucediéndose unas detrás de otras a lo largo de los años que me fueron concedidos y me hicieron conocer la otra parte del mundo y por ende del espíritu, tan diferentes por cierto al de mi primera vida. Luego, llegó al fin el alivio con la llamada muerte y regresé. Entonces afronté el primer juicio. Había jurado no volver, pero el ciclo del Karma debía cumplirse y nuevamente partí hacia el mundo terrenal. Ahora tenía dos aspectos espirituales vívidos. En la primera oportunidad los placeres de una vida cómoda los pagué en la segunda. Ahora estaba de nuevo con el aprendizaje y plena de libre albedrío viví una vida enteramente espiritual lo que me significó ascender a un nivel superior y sujeto a nuevas misiones hasta llegar a nuevos estadíos. En ese punto quedé bajo la guía de un ángel instructor que fue un punto de inflexión sumamente valioso y logré aprender a utilizar parte de mi energía natural al asumir una mayor concentración. Pero ahora debía partir de nuevo a vivir otro período terrenal y me sumía en una profunda desazón. ¡No quería volver! Se me mostraron los símbolos del país que iba a ser mi cuna y ya debía sumirme en la matriz de quien debía ser mi madre terrenal. ¡No quería volver!. ¡No quería volver! Llegaban hasta mí los sonidos del mundo exterior cuando caí en cuenta que ya estaba en el vientre de mi madre. Oía cosas desagradables y percibía sensaciones harto conocidas y rechazadas por mí espíritu. ¡No quería nacer! ¡No quería nacer!. Escuchaba a quien era mi padre maldecir mi llegada y la angustia de mi madre y su calor temeroso. ¡No quería nacer!. El equipo médico debió programar una cesárea ya que me hallaba en posición invertida negándome hasta el final y luego de mucho trabajo nací y lloré interminablemente y grité desaforadamente!! ¡Grité desaforadamente! La medium interrumpió la regresión. Abrí los ojos y pude ver su cara temerosa. Estaba bañada en transpiración. Miré alrededor y desplacé mi vista por los objetos de la habitación. Estaba volviendo a la realidad. Desde un sillón, Esteban me miraba tenso con las manos crispadas sobre los apoyabrazos.




Desafío
por Amalia Isabel Daibes

Atrévete a una luna,
a una mano abierta,
quiebra una campana en el silencio,
reverbera el alma de esperanza,
inspira una canción, escribe versos.
Atrévete, aunque sólo sea una vez
a llenar tus ojos con la vida,
a encender los abrazos con palabras,
camina firme aún descalza
y hostiga los desdenes convencida.



Ritual
por Esteban Fauret

Cae la piel exterior, lentamente te deshojo y me quito la mía. Luego, un abrazo nos entibia el alma y comienzas a entrar por mi pecho mientras mis manos, en forma simétrica penetran por tu cintura… Es tiempo de los labios… suaves los míos, temblorosos los tuyos.
Mis ojos penetran la semipenumbra y se desplazan por tus dimensiones. Los tuyos se cierran. Y caen mis besos sobre tu piel como pétalos y cubren tu desnudez como bálsamo para tu inquietud tímida.
Convocamos al ángel. Llega y nos cubre, adelgaza el mundo a nuestras exactas dimensiones. Solos en el mundo para saltar al universo que cada instante trae una nueva estrella para sumarse al ritual.
Tu instante final apura el mío.
Luego, un ligero adormecimiento, solo perceptible porque la mano se vuelve lenta sobre la piel. El sonido de un beso sobre tu hombro se escapa y quiebra el éxtasis y se hace eco en un ligero estremecimiento. Los besos, ya vacíos de apasionamiento, se entremezclan en los labios construyendo un puente para que el amor transite.
En el silencio, el tic tac del reloj nos dice que el tiempo existe
Y el ángel, que aún cubre nuestra desnudez, nos deja unidos para que persista la eternidad de tu cabeza en mi pecho y mi mejilla sobre tu pelo.
El ritual ha acabado y las almas se recogen, nutridas, llevándose el sueño del instante final en que nuestras miradas se encuentran y nuestras manos se tocan por última vez antes de cambiar de piel, y salir hacia la calle para morir como los amantes de Cortázar.